ANNO XVIII Aprile 2024.  Direttore Umberto Calabrese

Lunedì, 04 Giugno 2018 22:40

El discurso de S.E. Silvio Mignano Embajador de Italia por el 72º año de la República de Italia

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El pasado 1 de Junio, con motivo de celebrarse el 2 de junio de 2018 el 72 Aniversario de la República Italiana, y los 70 años de la Constitución, el “Excelentísimo Señor Silvio Mignano, Embajador de Italia en Venezuela, y anfitrión junto a su señora, ofrecieron un exquisito agasajo a sus connacionales y demás miembros representativos de las Instituciones y Partidos Políticos de la colonia Italiana en el territorio nacional e invitados especiales de las autoridades locales y cuerpo diplomático de las diferentes paises. Después de los saludos de bienvenida a su hogar Quinta Miravalle, el embajador Mignano dió inicio a la parte protocolar muy emocionado por la gran concurrencia a su invitación, inmeditamente se oyeron los himnos nacionales de Italia y Venezuela interpretados magistralmente por el grupo de violinistas de la escuela Mozarteum, dirigida por Elizabeth Marischal.

 

Nuestro Embajador pronunció un emotivo discurso, que publicamos a continuación, agradeciendo a S.E. Silvio Mignano por el cortés envío a nuestro medio de comunicación Muchas gracias Embajador. Umberto Calabrese, editor y director de Ágora Magazine

El discurso de S.E. Silvio Mignano Embajador de Italia por el 72º año de la República de Italia

Señores representantes del Ministerio del Poder Popular para las Relaciones Exteriores de la República Bolivariana de Venezuela,

Honorables Diputados de la Asamblea Nacional,

Otras autoridades venezolanas,

Querido Nuncio Apostólico y Excelentísimo Decano del Cuerpo Diplomático Monseñor Aldo Giordano,

Excelentísimos Señores Embajadores y miembros del cuerpo diplomático y consular y de los organismos internacionales acreditados en Venezuela,

Queridos Monseñores Trino Fernández y Enrique Parravano, Obispos auxiliares de Caracas, querido Padre Miguel Pan, director de la Misión católica italiana de Caracas, querido padre Alejandro Moreno,

Queridos colegas y personal de la Embajada de Italia, de los Consulados, del Instituto Italiano de Cultura y del Instituto Italiano para el Comercio Exterior (gracias por otro año de trabajo juntos, y gracias, Narda),

Señores Presidentes y miembros de la Cámara de Comercio Venezolano-Italiana, de la sociedad Dante Alighieri, de los Comites, del CGIE, de las Casas Italia, Centros Ítalos, de las otras asociaciones regionales italianas, de las escuelas italianas, señores cónsules honorarios,

Señores empresarios, profesionales, intelectuales, artistas, editores, músicos (gracias, amigos del Mozarteum, gracias, querida Elizabeth), amigas y amigos de los medios de comunicación,

Amigas y amigos venezolanos,

Cari connazionali:

Un niño mira alrededor suyo con los ojos perdidos, observa un mundo en blanco y negro, vaciado de colores, un mundo hecho escombros y ausencia, considera con angustia la multitud que lo rodea, desesperada y agresiva contra su propia natura. De repente aprieta con la suya, menuda, la mano más grande, áspera, del padre, y se gira hacia él, algo arriba, encontrándolo más pequeño e indefenso que él mismo, pues ese, su padre, viene de un mundo derrotado y que ha perdido la esperanza.

Es la escena final de Ladri di biciclette, Ladrones de bicicletas, no la primera película del neorrealismo y sin embargo la más conocida, el paradigma del movimiento. Es un filme de 1948, del cual celebramos los setenta años.

Yo quisiera que nos concentremos e imaginemos –qué grande es la fuerza de la imaginación humana– lo que debía ser el paisaje de nuestra Italia en ese 1948: el protagonista y su hijo cruzan oblicuamente la ciudad más bella del mundo, Roma, pero lo que vemos en la pantalla –y no solamente por el blanco y negro y por la elección estética de una iluminación exasperada– es un desfile de desolaciones, es Piazza Vittorio repleta de pobres en búsqueda de algo para sobrevivir, son las plazas y las avenidas augustas de Roma vaciadas de grandeza, en una atmosfera de resignación, más bien que desolación.

Y sin embargo, he ahí la mirada y la mano apretada del niño, el hijo del hombre que ha perdido su única riqueza, una humilde bicicleta, su instrumento de trabajo. He ahí, con una ingenuidad consciente, buscada por el director y por los guionistas, la apertura hacia un futuro de reconstrucción.

Y es que los setenta años de Ladri di biciclette coinciden, por uno de esos juegos de la suerte que pese a todo hacen bello el mundo que nos toca vivir, con lo setenta años de la Constitución de la República Italiana. Y si de un lado nos habían robado la bicicleta –nos habían robado la dignidad, la libertad, la seguridad, la vida, la belleza– de otro lado nosotros, los italianos de 1948, habíamos levantado nuestra mirada más allá de ese horizonte cianótico y deslavado, forjando con nuestras manos –como la mano del niño apretando la de su padre– los instrumentos para la reconstrucción. Pronto las calles de las ciudades más bellas del mundo serían libres de escombros y ruinas, pronto se reconstruiría la riqueza, gracias también al trabajo y sacrificio de los migrantes, y también de quienes migraron a Venezuela; pronto el vacío institucional producido por el fascismo y por la guerra sería llenado con un texto consensuado, pluralista, democrático, preparado por una constituyente elegida por sufragio universal, en el cual todas las voces se fundían en una concertación digna de Gioacchino Rossini, del cual celebramos en 2018 los ciento cincuenta años. Como ocurre con sus óperas inmortales, los italianos de 1948 lograron escribir un libretto bellísimo, con 139 artículos, que comienza así:

L’Italia è una Repubblica democratica, fondata sul lavoro.

Il potere appartiene al popolo, che lo esercita nelle forme e nei limiti della costituzione.

Esta dos líneas, que jurídicamente son dos apartados y que sin embargo en literatura son dos frases potentes y límpidas, contienen todo: la voluntad de rescate pero a la vez de paz y de mutua comprensión y reconocimiento; no un simple compromiso, si bien la síntesis de tensiones, exigencias y creencias distintas, tal vez opuestas. Es una República, la res publica de Cicerón, la cosa del pueblo (Est igitur res publica res populi), recuperada dos años antes, ese 2 de junio de 1946 que seguimos celebrando, hoy también; y es democrática, y es fundada sobre el trabajo; el poder pertenece al pueblo, y sin embargo tampoco el pueblo se encuentra totalmente libre de ejercerlo, pues debe respetar un límite, debe respetar las formas de la constitución: nadie puede en un determinado momento histórico asumirse el derecho inalienable de encarnar el sentir y la voluntad del pueblo, el hic et nunc no puede secuestrar para siempre un futuro que posiblemente tendrá otras ideas y otras perspectivas. Todos, incluso la mayoría, se encuentran limitados, por el respeto no solamente de una minoría de hoy, sino de una posible mayoría de mañana, que aún no conocemos y que ya debemos tener en cuenta.

De allí, la prosa elegante y eficaz de una constitución en la cual se lee:

La República reconoce y garantiza los derechos inviolables del hombre, tanto como individuo, como en el seno de las formaciones sociales en las que desarrolla su personalidad, y exige el cumplimiento de los deberes inderogables de solidaridad política, económica y social (art. 2).

Todos los ciudadanos tienen la misma dignidad social y son iguales ante la ley, sin distinción de sexo, raza, lengua, religión, opiniones políticas ni circunstancias personales y sociales (art. 3).

Italia repudia la guerra como instrumento de ofensa a la libertad de los demás pueblos, y como medio de solución de las controversias internacionales (art. 11).

Uno de los recuerdos más fuertes de mi adolescencia es una de las subidas a las cumbres de los Alpes que solía hacer con mi padre, ambos hombres del mar del sur de Italia y sin embargo enamorados de las montañas, y en especial de esa vez que casi perdido el camino nos encontramos avanzando entre dos murallas altas y estrechas, sombrías e inquietantes, a tres mil metros de altura. Habíamos llegado, sin quererlo y sin saberlo, a las trincheras de la primera guerra mundial. El hielo me entró en el corazón pensando en quienes tuvieron que vivir allí durante meses entre explosiones de bombas y asaltos con bayoneta, imaginando la angustia y el dolor de cada día, de cada hora, encerrados en la pesadilla de un mundo transfigurado, comprimido en el espacio delirante de las trincheras, las manos lívidas apretando ya no la de un niño si bien el metal helado de un fusil. Todo ello, con rigor y belleza, supo contar en una película estremecedora, Torneranno i prati, Volverán los prados, el maestro Ermanno Olmi, quien acaba de dejarnos. Leyendo el artículo 11 de nuestra constitución, no puedo olvidar que también este 2018 celebramos los cien años del fin de la primera guerra mundial, que surgió lamentablemente, como la segunda, en el corazón mismo de la cultura europea. La constitución decreta la contribución italiana a la toma de conciencia del continente entero que abandona definitivamente el recurso a la violencia y se encamina rumbo a la unidad, la paz, la convivencia, el progreso, gracias al nacimiento justamente en Roma en 1957 de la Comunidad Europea, luego Unión Europea.

En la sesión final de la Constituyente, el 22 de diciembre de 1947, el líder democristiano De Gasperi, uno de los padres de Europa, habló de «un nuevo Risorgimento, el soplo del espíritu animador de nuestra historia sobre esta fatigosa obra nuestra, débil porque humana, pero grande en sus aspiraciones ideales, que debe consagrar en el corazón del pueblo esta ley fundamental de fraternidad y justicia, para que Europa y el mundo reconozcan en la Italia nueva, en la nueva República, elevada sobre la libertad y la democracia, la digna heredera y continuadora de su civilización milenaria y universal».

En este 2018 también recordamos los cuarenta años del asesinado de Aldo Moro, hombre bueno, como lo defino el Papa Pablo VI, exquisito jurista, profundo protagonista de la vida política italiana, convencido que el camino correcto para Italia fuese no la superación de las diferencias sino su integración y armonización, y por ello eliminado por el delirio terrorista. Era la faceta más dura de una década, lo años Setenta, por otro lado fecunda, en la cual nuestros padres supieron tomar el relevo de la generación de la Constituyente y meter la fuerza de la imaginación al servicio del progreso humano: una década en la cual todo había parecido posible, el abrazo entre opuestas ideas políticas, grandes obras de arte, películas inolvidables, y hasta el gesto antes inimaginable, realizado por primera vez en la historia, de cerrar los manicomios: cerrarlos y a la vez abrir sus puertas, gracias a la idea visionaria de Franco Basaglia, psiquiatra de Trieste, padre de la ley n. 180 de 1978, de la cual también celebramos los cuarenta años. En este mismo año, entonces, nuestra sociedad tocó con mano la dureza de la violencia y la capacidad de elevar a su más alto nivel la solidaridad y el respeto de la dignidad de la persona.

En ese mismo 1978 el poeta Gianni Rodari, autor de cuentos para niños y sin embargo capaz como pocos de hablar a los adultos, fundador de la gramática de la fantasía, dijo que nuestras miradas no pueden robar el cielo, no pueden sustraer ninguna porción de él; siempre quedará intacto para el próximo que lo mirará, que recibirá la misma cantidad de cielo:

Ogni occhio si prende ogni cosa
e non manca mai niente:
chi guarda il cielo per ultimo
non lo trova meno splendente.

Todo ojo se toma todas las cosas

Y nunca falta nada:

El que mira por último

No lo encuentra menos resplandeciente.

Quedémonos con estas palabras, con la capacidad de los hombres de sumar y multiplicar y no solamente de restar o dividir, con la certeza que al final somos y seremos capaces de levantarnos y pasar las noches más profundas y oscuras, italianos en Italia, italianos en Venezuela, venezolanos, todos, capaces siempre, como Dante Alighieri y su altísimo poeta, Virgilio, de decir:

E quindi uscimmo a riveder le stelle.

¡Qué viva Venezuela, qué viva Europa, qué viva la República Italiana!

 

 

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