Y al final de la calle a la izquierda, Jorge Mario Bergoglio rezó ante la Madonna dell’Archetto su última oración antes de entrar en el cónclave del que salió vestido de blanco. Suele decir el humorista Maurizio Crozza que Roma es la única ciudad del mundo que es capital de dos Estados: “Uno de ellos cree en Dios y siempre está a la espera de que suceda el gran milagro; el otro es el Vaticano”. La calle que, a través de la belleza, sirve para unir esos dos mundos tan contradictorios se llama Via dei Coronari. Reúne, en su medio kilómetro de extraña rectitud —“en Italia, la distancia más corta entre dos puntos es el arabesco”, decía el escritor Ennio Flaiano—, los cimientos sobre los que cruje la gloria de la ciudad: lo sagrado y lo profano, lo histórico y lo efímero, la plaza con fuente e iglesia y el callejón —dicen que el más angosto de la ciudad— que conduce a un palacete que en el siglo XV pertenecía a Fiammetta, la más famosa cortesana de la ciudad, y que ahora ocupa la sede de un instituto financiero.
A mitad de la calle, y justo después del pintoresco callejón que alberga la Heladería del Teatro, está la iglesia de San Salvatore in Lauro, construida en el siglo XVI sobre la vieja parroquia del siglo XI. Allí dentro, para alucine de descreídos y devoción de fieles, se exhiben las reliquias de varios santos, sobre todo del capuchino padre Pío (1887-1968), famoso por los estigmas que lucía en sus manos. El recorrido en dirección alpuente de Sant’Angelo va dejando constancia semana tras semana de que la pesadilla que los vecinos denunciaron meses atrás ya es una realidad. Los viejos, discretos y bellos negocios están siendo sustituidos a velocidad endemoniada por tiendas de baratijas y bares de comida rápida. También sobre los sampietrini —los típicos adoquines romanos— de Via dei Coronari se constata cada día que la belleza de Roma es también su mayor amenaza. (Pablo Ordaz - ElViajero.elpais.com )